Llegando de una larga jornada de trabajo me entero de que Ryszard Kapuscinski, el periodista del siglo XX, ha fallecido. Aunque nunca le conocí, su obra me influyó poderosamente y quizá fue el maestro que jamás pude tener, pero cuyas lecciones son tan inmortales como este oficio de ir a recoger pedazos de la realidad y ponerlos con letras frente a ojos ajenos.
Todo comenzó, no lo recuerdo con claridad, cuando en una incursión a la biblioteca de mi alma mater me encontré con un texto de él. Si no mal recuerdo era Ebano. Un gran libro que describía con textos vibrantes la belleza y la desgracia de un continente que padeció durante varios siglos una sangría de sus habitantes (esclavizados para nutrir la expansión de varios imperios) y ahora acosado por las bestias de la guerra, el VIH y la sequía, pero que mantiene una fuerza de vida poderosa y que demuestra en su desnuda precisión lo que es el ingenio y el deseo humano por vivir y crecer donde sea.
El siguiente paso fue comprar todos los libros que de él se publicaron en español. Ya fuese El Sha (una crónica del derrumbe del Sha de Irán y la ascensión del fundamentalismo islámico); Imperio (una obra magna donde narra cómo el imperio que amenazó a los Estados Unidos con su poderío nuclear era en realidad un corral donde sus habitantes vivían la desgracia del vasallaje de la idea del socialismo); La guerra del futbol (que desnuda lo absurdo de los conflictos bélicos que nacen al amparo de famélicas naciones) y Lapidarium IV (donde hace reflexiones sobre los tiempos inestables que por fortuna o desgracia nos ha tocado vivir.
Sin embargo, el libro que más aprecio es el más breve de los que se han publicado. Los cínicos no sirven para este oficio, un verdadero curso de valores en el ejercicio periodístico que establece las reglas de oro que debe seguir cualquier periodista que se precie de serlo: humildad ante todo, disposición para vivir la experiencia del otro de forma sincera y abierta, modestia de la profesión como forma de vida y no como pretexto para vender letras sucias para elogiar a los poderosos, así como apertura para absorber todo conocimiento como condición indispensable para cualquiera que quiera mantenerse a flote por encima de las capacidades personales.
Y la lección más importante de todas: el periodismo es un oficio casi medieval que se basa en la experiencia y en la paciencia, que como la carpintería, requiere de un trabajo cuidadoso y amoroso, lleno de respeto por la materia prima (en este caso la vida de los demás) pues las experiencias y vivencias que los demás comparten con uno para desarrollar el trabajo es un material frágil, bello, peligroso y que requiere el cuidado de quien elabora copas Riedel.
Justo en las vacaciones de invierno había terminado de leer Viajes con Herodoto, una narración de sus primeras vivencias como corresponsal de la agencia de noticias polaca para la que trabajó durante muchos años (y que le permitió ser testigo de algunos de los movimientos humanos más impresionantes del siglo XX) donde compara el trabajo del periodista con la labor del historiador Herodoto, quien puede ser considerado como el primer corresponsal periodístico del que se tenga registro.
Un maestro que nos hará falta a quienes nos dedicamos a esto, pero al menos personalmente deseo que nos siga guiando la mano cuando le sea posible desde el más allá.
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