Además, cómo negar que el escenario de las chicas del rumbo (fresitas y bien arregladitas en la espera del plan del viernes) llena mi pupila de una cosa más grata que el muro en blanco que suele llenar mi campo visual entre semana.
Es ya un ritual. Salir temprano a comer y pasar a este sitio, donde con la computadora y un café en la mano me la puedo pasar horas enteras, haciendo como que trabajo, pero al mismo tiempo recordando cuando era estudiante y me la podía pasar en un cubículo de la biblioteca, leyendo libros al azar y pensando en un universo semejante al Aleph de Borges, sin pensar que un día me la pasaría amarrado a ese universo, no en la forma que yo pensaba, sino en la sucesión interminable de imágenes frente al monitor.
Pero por ahora, aprecio esta tregua, y el vaso de café blasonado con una versión espuria de mi nombre en él.
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