Cuando aprendes, los recuerdos con mujer se vuelven una bendición. A pesar de que te arrastren por el piso, aun cuando te duelan.
Aun cuando quieras extirparlos como si se trataran de una muela.
Te lo decía antes: los recuerdos son lugares que se vuelven mujeres, que se vuelven lugares. Y por esa relación, uno va guardando en el interior lugares luminosos y lugares coloridos. O esos otros que, por abundantes, se piensan a cuentagotas: los tristes, los amargos; los que se sienten en la boca del estómago a manera de melancolía y duelen tanto que a veces espantan.
Tristes o alegres, estos lugares te persiguen el resto de tu vida y de cuando en cuando demandan tributo. Entonces te lanzas a mirar por las ventanas hacia la nada (porque las ventanas son, creo, el único lugar permitido para escaparte sin tener que dar explicaciones). Entonces divagas.
Y los lugares que son mujeres, y las mujeres que son lugares se te confunden en la memoria.
Hay, por eso, avenidas que llevan curvas y barrios de risas.
Hay chimeneas como caricias y vecindades que dicen adiós. Cada puerta huele a su perfume y los autos no se mueven porque son, en realidad, tapiz, terciopelo que cubre su piel. Cada adoquín es una pestaña y no sabes si esos árboles que sobreviven al asfalto son héroes o el deseo disfrazado.
Te digo: uno recuerda a las mujeres por detalles insospechados. Son polaroids involuntarias que atrapan el recuerdo.
Y cuidado con ignorarlas; cuidado con no prestarles la atención demandada porque un día, el más insospechado, toman vida propia. Ciertos recuerdos en mí, por ejemplo, declararon la guerra a una ciudad y arroparon a otra cerquita del corazón sin que yo me diera cuenta.
No comments:
Post a Comment