14 de febrero ha pasado. Entonces puedo escribir con un poco más de soltura.
La vida es generosa, eso no se puede negar. Héteme aquí, mientras que las letras regadas por esta y otras ciudades se arraciman con fervor en el fin de semana que comienza a cobrar su calidez primaveral en la transición desde un invierno más.
¿Qué hay en mi? Un poco del deseo de salir del paso, de entretenerme en formas diferentes y de comenzar a practicar con otra tinta que no sea la usual tinta alemana negra de mi pluma estilográfica. Sin embargo, pasa el tiempo y me encuentro aquí, encerrado en mi trama, en mi trabajo y en mi existencia. Me he negado sistemáticamente a abandonar mi cerro, a caminar sin reflejos de por medio por calles y esquinas.
Pero es la forma en la que he vivido de siempre y no deseo renunciar a ella. Como adolescente pasé míseros episodios a solas. Mi personalidad nace y se desarrolla como cualquier otro tubérculo, bajo tierra.
Y aquí estoy, encerrado como siempre, sin más panorama que mis nuevas mascotas, que duermen a mi lado, soñando bocetos de ideas. Y uno aquí tratando de dibujarlas con precisión maníaca.
Cuando comencé a salir al mundo deseaba cosas sencillas: un amor común y corriente, una línea de existencia convencional. Pero quiso la vida y mi voluntad que las cosas fueran diferentes: no me arrepiento de no haber sido el ingeniero que me prometí a mí mismo ser. Agradezco esta oportunidad de existir como lo he deseado.
Más no dejo de recordar aquel tiempo, cuando entre cursilerías y flores y tianguis de basura de San Valentín añoré aquella escena que nunca se formó ante mis ojos, cálida y suave. Una imagen completa, dulce y atrapadora. Así fue como aquello se quedó atrás y no hay más que hacer. Miro hacia adelante y camino con mis manos bien remetidas en los bolsillos de mi saco.
Y así camino, por las calles de tarde a mañana.
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