Hace muchos años hice un viaje. Se suponía que era hacia algo cierto, pero la rudeza del ambiente y las sorpresas que me regalaron las visicitudes de aquella travesía terminaron por alterarlo todo. Pero lo importante fue el lugar.
Un desierto, en invierno. El viento no cesó de soplar en ninguna hora de todas las que pasé por allí. El sitio era terrible. Lejos de todo, en un ambiente que rozaba lo marciano. Pasé horas que a los pobladores les han de haber parecido insólitas al ver un hombre enmedio de la plaza principal del pueblo leyendo la vida de García Márquez en una banca azotada por la primera nieve del año.
Fue un tiempo de revelación.
Me reveló que mi destino estaría entre las letras que me dan de comer y me dan la razón de ser. Me mostró el camino. Y me mostró, enmedio de la nada, que mi corazón estaría como lo estaba en ese momento: sujeto a los vientos inclementes de la soledad. Y que el invierno que allí me envolvía en realidad sería el hábitat de mi existencia.
Ha pasado casi una década. Pasaron inviernos en otras partes del mundo: Brasil, Canadá. Pasaron días y semanas. Me convertí en una persona un poco más vieja, más perspicaz. Me convertí en la sombra que acompaña los sueños que he fructificado entre las malezas de un tiempo que me rebasa.
Y esa es la primera lección. He llegado al punto de admitirlo. Me rindo. Soy del invierno. Soy para el invierno sin remedio. La evidencia es abrumadora. Lo que puedo hacer es encender fogatas que durarán el tiempo necesario. Tendré junto a mi cenizas tibias, quizá rescoldos ocasionales. Pero ahora lo veo claro.
El invierno soy yo. La primavera no existió jamás aquí. Por ello he recorrido tantos lugares a la búsqueda de lo inexistente. Lo quise ocultar con hojas de otoño y brotes de primavera, pero la situación es clara y contundente.
No lo combatiré más. Es así como el siguiente amancer será monocromático.
No comments:
Post a Comment