Es curioso. Los sitios web de tecnología suelen estar llenos de reseñas de todo tipo de gadgets, incluso algunos que nadie comprará por su exotismo, precio o simple y sencilla inutilidad.
Pero poco se habla de los teclados de computadora. Pese a ser quizá el objeto con el que la gente pasa más tiempo (incluso más que con el automóvil y quizá con la pareja), pareciera que no hay necesidad de conocer lo que uno requiere.
Mi historia con los teclados inicia hace algunos años cuando usaba una Mac Mini y me vi en la necesidad de utilizar un teclado (antes sólo había usado computadoras portátiles). Como coincidencia, en esa época (ya casi una década), lo que hice fue ir a una papelería departamental y comprar este teclado.
No era malo, de hecho, es un teclado suave, aunque quizá un poco grande para el escritorio con el que he trabajado. De hecho, no fue una elección cuidadosa y en realidad compré este teclado buscando algo lo más parecido posible a un teclado de laptop.
Y con este teclado he sido feliz por muchos años. Muchos años donde este teclado fue una y otra vez sometido al trato de alguien quien escribe para vivir: rellenado de polvo una y otra vez; usado inmisericordemente para teclear cientos de hojas de texto donde millones de veces sus teclas fueron usadas para expresar los pensamientos y deseos de su propietario.
Pero como todas las cosas, el tiempo y el esfuerzo cobran su precio. De pronto el teclado comenzó a fallar. Luego la impresión de las letras comenzó a borrarse, iniciando por la misma A y luego por el resto de las letras.
Llegó el tiempo de hacer las cosas diferentes.
Maquero como soy de corazón, lo primero que se me ocurrió fue usar el teclado que Apple recomienda para sus computadoras, es decir, el teclado Apple extendido USB.
La compra fue optimista, y el teclado se hubiera convertido en la única compra de no haber sido por un pequeño detalle logístico: por alguna razón, el teclado agredía a su usuario con descargas eléctricas. Dado su cuerpo vanguardista de metal, al parecer hacía una combinación con mi ropa de franela y cada pocos minutos, en lugar de un teclazo, una pequeña descarga eléctrica.
Así que ese teclado se fue al exilio, tras dos semanas de intentos de reparación y llamadas a un azorado servicio técnico que nunca supo lo que pasaba. Quizá mi casa era la responsable, al fin y al cabo, ya no había (ni hay aún) un sistema de electricidad con toma hacia tierra.
Para el siguiente teclado recurrí a una viera receta de mis ancestros: acudir a las antípodas. Así que me compré este teclado Microsoft:
De primera instancia parecía que estábamos frente a un ganador. Un teclado robusto, con buenas prestaciones y con el respaldo de una marca que sonaba a garantía de calidad. Pues bien, ese teclado fue conectado y tras un par de horas ya estaba rumbo a la caja de los trebejos.
¿El motivo? Algunos dirán que soy un tipo difícil de complacer, pero me di cuenta de que el teclado era difícil de usar debido a que estaba demasiado alto y las teclas requerían mucho esfuerzo para ser tecleadas.
A esas alturas del partido ya me estaba desesperando y en cierto sentido ya me estaba resignando a usar el mismo teclado por el resto de mis días, aunque terminara haciéndolo con un vejestorio.
Así pasaron meses, hasta que hace unas horas, caminando por una papelería departamental me encontré con este teclado orgullosamente marca Perfect Choice:
No es por la superficie imitación aluminio, quizá lo que me llamó la atención fue su breve tamaño y que a la hora de usarlo, percibí las teclas suaves y con las que se puede trabajar largas horas sin percibir cansancio.
Por 200 pesos, me lo llevé a casa y desde ese teclado me encuentro trabajando, al parecer con una compañía permanente en mi escritorio.
¿La gran moraleja? Lo caro de un objeto no garantiza su eficacia. Después de años buscando el santo grial de los teclados, me terminé encontrando con que lo barato, en determinadas ocasiones, realmente es lo más barato es lo que mejor sirve.
Pero que conste, sólo de vez en cuando.
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