Debo admitir que en un principio yo era un escéptico. Tenía la idea de que el país vivía horas malas pero que sólo eran ruido de fondo pero intermitente. Lamentablemente la realidad se ha encargado de desmentirme ya que, no hay duda de ello, la cantidad de muertes se ha disparado duplicando una tendencia que ya estaba el declive desde hacía muchos años.
Y no sólo en cantidad. Ahora la violencia toca las puertas de cualquier sitio.
Leo los análisis de expertos que dicen que esperemos sentados porque esta carnicería podría tomar una década hasta que la cosa mejore. Hay quien dice que la cosa empeorará mucho antes de comenzar a mejorar. Hay quien señala que las cosas no son tan malas después de todo, que ya llegará el momento en que todo se tranquilice y que las cosas volverán a la normalidad.
Lo dudo. Difícilmente México volverá a ser el mismo tras esta guerra civil sin nombre. Cuando por agotamiento de los combatientes o por la victoria de alguno de los bandos en conflicto las balas terminen su reinado, tendremos un país lastimado, una nación que no podrá mirarse a la cara, que estará avergonzado de haber permitido que esto hubiera sucedido.
Los juicios no serán suaves con el presidente. Hay quien dice que esta era una guerra de imperiosa necesidad. Que la sobrevivencia del país dependía de librar esta batalla. Hay quien sostiene que el presidente actuó como un hombre a quien le vendieron un remedio fácil para una legitimidad herida.
Cualquiera de estas opciones deja en mal a la presente administración: para bien o para mal se interpretará su actuación como la de un incendiario quien pasó por una aldea de casas de paja corriendo a toda velocidad sin más idea que la de sus convicciones alucinadas.
Las fuerzas armadas, exahustas y desgastadas probablemente volverán a los cuarteles cansadas, hartas y quizá con un gran rencor para con el gobierno civil que les puso en una trinchera para la que no estaban preparados. Aceptemos el hecho: nuestro ejército estaba preparado para rescatar personas en inundaciones y armar refugios tras huracanes, no para librar una guerra de baja intensidad por todo el país con una fuerza armada que no sólo le alcanza sino que por poco le supera.
Las ciudades violentadas por las invasiones bárbaras se encontrarán con la nada fácil tarea de reconocerse a sí mismas. Monterrey descubre en estas horas que la violencia encontró un caldo de cultivo inmejorable con su sociedad estratificada, donde cientos de miles de personas marginadas sólo cobraron importancia cuando se unieron a los ejércitos del crimen organizado.
Quizá tendrá que operar un proceso de reconciliación social como el que sucedió tras el genocidio de Ruanda: millones de personas muertas por sus propios vecinos, amigos y hasta familiares. Descubrir que el enemigo es la imagen inversa del espejo no será tarea fácil.
Finalmente, quizá en el largo plazo la sociedad descubra, de una vez por todas con esta brutal lección que el gobierno no es todopoderoso, que finalmente un país debe ser construido por sus ciudadanos y que de cualquier modo, sólo los mexicanos podemos hacer que la nación funcione y sea como lo deseamos.
Pero eso sucederá cuando las armas callen, lo cual, desafortunadamente tomará muchos años y vidas antes de llegar a su fin.
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