Era domingo de otoño, pero ya rozando el invierno.
Caminábamos por Paseo de la Reforma. Callados. Eran nuestras primeras citas y apenas nos estábamos conociendo. No dejaba de maravillarme que una chica como ella aceptara estar a mi lado, cuando lo único que tenía en mis bolsillos eran promesas de un futuro que acababa de decidir.
Después de no ver una película en la Casa del Lago de Chapultepec, pensaba en un plan B. Pensé en que era buena idea ir al mirador de un rascacielos que estaban terminando de construir. Poca gente sabía de su existencia, pero se me hizo interesante. Se lo propuse y ella no se negó.
Así, pagué los boletos y subimos al último piso (que hoy alberga un club de potentados). Casi no había gente. La tarde moría en las últimas horas, pero yo estaba alelado con su belleza. Cómo no estarlo de una chica que apenas acababa de cumplir 18 años y que todavía tenía bracketts en los dientes.
Y así. El atardecer declinaba y conmigo llevaba una cámara fotográfica digital (quería tener una imagen de ella, para que no olvidara los sentimientos que nacían por ella en mí).
Pero tenía miedo de fotografiar una chica. Apenas faltaban un par de años para que los celulares con fotografía se volvieran un acompañante cotidiano de nuestras vidas y penas. Quizá pensaría que estaba siendo demasiado curioso. Pasaría tiempo antes de que le dijera lo que sentía, años antes de nuestro primer beso, de nuestro primer encuentro verdadero.
Así que, aproveché el atardecer para tomarle una foto al horizonte, al atardecer. Ella estaba a mi lado y no dijimos nada en ese momento.
Ahora, cuando está por pasar un año de tu ausencia, es poco lo que me queda de ti. Sólo recuerdos que se oxidan y adquieren la textura de sueños borrosos. Sólo una voz perdida en un buzón telefónico. Una imagen que se disuelve, las memorias de momentos que pierden su forma. De pronto todo se va disolviendo en ese material llamado tiempo.
Y en ello se vuelcan quizá los momentos más dulces que tuve. Se van perdiendo paulatinamente. Salvo por los rastros de tu nombre que habitan el edificio de la Hemeroteca Nacional, de los bytes que flotan en Internet y quizá de los recuerdos que habitan otras personas que te amaron y que amaste y para quienes significaste mucho, o algo.
Y por eso, rescato la fotografía de aquella tarde, para que, aún cuando el tiempo siga su inexorable camino, quede tu espíritu fijado en un pequeño pedacito de información. Que se sepa que pasaste por el mundo y que dejaste huella y que pongo esto para que no se olvide lo que vivimos, lo que sentimos, lo que miramos, lo que dijimos.
Que no se olvide que pasaste por el planeta, que estuviste en el mundo y llenaste mi existencia de horas de felicidad.
Que viviste aquí. Y que te amé aquí.
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