Mientras escribo estas palabras, en el canal 13, Televisión Azteca, se muestra un largo testimonio testimonio proveniente de Rodolfo Junco de la Vega, padre de los actuales propietarios del periódico Reforma: Alejandro Junco de la Vega y Rodolfo Junco de la Vega. El video destila amargura y resentimientos pues el hombre acusa a sus hijos de haberle despojado de la propiedad del diario El Norte, que posteriormente sería el germen de lo que hoy es Grupo Reforma.
La historia, como las que suelen permear en las empresas familiares, está llena de mucha mala leche, grandes cantidades de resentimiento y acusaciones muy graves pues el hombre acusa a sus hijos de despojo accionario, robo de varias casas y hasta de intento de asesinato. Sin embargo, el asunto (que data de mediados de la década de 1970) ha sido convenientemente explotada por Televisión Azteca con el fin de dañar la reputación del diario, que es quizá el más valioso capital del que puede disponer un medio informativo.
Pero no es el único escándalo mediático de los últimos tiempos: apenas hace unas semanas, aparecieron en Televisa y Televisión Azteca sendos reportajes donde se denunciaba el monopolio ejercido por Casa Saba como intermediario de la industria de medicamentos. Sin embargo, detrás de la justicia mediática estaba la intención de exponer malos negocios del socio mexicano (Casa Saba) de NBC (y detrás de ellos, General Electric) que ha declarado su intención de entrar en el negocio de la televisión abierta.
Por si esto fuera poco, en algunos programas televisivos de chismes se relaciona al propietario del diario El Universal en una relación “amistosa” con una actriz llamada Niurka. De pronto, justo al borde de las fiestas navideñas, una guerra de baja intensidad se esparce entre los medios de comunicación, sacando expedientes negros, arrojando luces sobre la vida personal de dueños y accionistas, mostrando facetas poco agradables de los negocios que participan (o desean participar) en el juego de la televisión.
En realidad no tengo el ánimo de proteger la honra de los propietarios de los negocios impugnados (tienen recursos suficientes como para defenderse por sus propios medios). Sin embargo, el panorama general es más que inquietante: lo que debería ser un asunto meramente mercantil (es decir, la concesión de nuevas frecuencias para nuevos canales de televisión) se está convirtiendo en un zafarrancho entre gángsters que defienden el derecho a surtir un barrio con estupefacientes a punta de navajazos a traición y golpizas en despoblado.
Sin embargo, ¿vale la pena este pleito? ¿Por qué luchar una guerra tan feroz por un medio de comunicación que según las tendencias tecnológicas será reemplazado por las señales digitales de alta definición en el transcurso de la próxima década? Sin ser un analista financiero, creo intuir un poco lo que hay detrás de tan temerarios ánimos comerciales y belicistas.
El argumento fácil es señalar que tanta rebatinga tiene que ver con el pastel publicitario que podría traer enormes ganancias a los empresarios que decidan incursionar en el ramo. Sin embargo, las tendencia indican que estamos viviendo las horas extra del sistema de publicidad basado en grandes canales de televisión que le hablan a todo mundo. La llegada de Internet y la expansión de los sistemas de televisión por cable han hecho que lenta pero inexorablemente, los grandes canales nacionales vayan perdiendo la audiencia masiva que lograron amasar durante varias décadas y que los obligó al inicio de la década a emplear recursos de bajo costo y alto impacto como los reality shows que que permearon las grandes cadenas nacionales a principios de la presente década y que las han obligado a incursionar en otros negocios como las teleapuestas.
Pero si no es la viabilidad financiera del negocio por la publicidad, ¿qué cosa hace que empresas se lancen a esta guerra sin cuartel? Probablemente la respuesta se encuentra justamente en la decadencia de la señal analógica y el surgimiento de la contraparte digital. Tecnológicamente hablando, la gran ventaja de la señal digital (que en México deberá establecerse a finales de la próxima década) es que ocupa un ancho de señal mucho menor que la señal analógica. Esto significa que cuando el proceso de transición a señales digitales haya concluido, las concesionarias se encontrarán con bandas de frecuencia liberadas de la necesidad de emitir señales digitales.
Debido al marco legal que hoy día existe en el país, el ancho de banda sobrante seguirá siendo usufructo de las empresas que las emplean hoy día para televisión analógica. Y señores, no hay un recurso tan caro (y tan escaso) como las frencuencias del espacio radioeléctrico. Apenas a mediados de la década pasada, cuando en Europa se construyeron las primeras redes nacionales de telefonía celular, los gobiernos subastaron las frecuencias necesarias al mejor postor y dichas subastas significaron desembolsos del orden de miles de millones de dólares. En México la situación no es muy diferente y a medida que las aplicaciones de tráfico de datos crecen (por medio de tecnologías como WiMax), las frecuencias disponibles van adquiriendo un valor paulatinamente mayor.
Sea por medio de la subasta del ancho de banda disponible a empresas como las telefónicas o el aprovechamiento propio para el lanzamiento de servicios de telecomunicación propios (a nadie extrañe ver en el futuro a una Televisa que de servicios telefónicos), el negocio se presenta lo suficientemente jugoso como para que valga la pena el gangsterismo rampante.
Así sea.
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