En teoría, tenía la intención de comenzar una suerte de reflexión sobre el fin del año, pero una noticia me ha separado de dicho fin y me ha entristecido un poco: el Superama de Polanco al que era asiduo terminó preso de las llamas la madrugada de ayer. Se que para muchos es una nota que se puede perder sin problemas en los mares de la nota roja, pero en lo que a mi respecta, guarda un afecto especial.
Descubrí este supermercado cuando me encontraba estudiando hace un par de años inglés en el Consejo Británico que se halla a pocas cuadras de allí. Como las clases terminaban a eso de las 9 de la noche, en ocasiones me encontraba con los establecimientos alimenticios del rumbo cerrados y con la necesidad acuciante de llevarme un bocadillo a la boca (y a una hora y media de camino de mi casa). Pues me di cuenta que dicho supermercado me ofrecía un lugar donde no solamente podía saciar mi apetito nocturno con algún bocadillo de la panadería, sino que por azares del destino me encontré con uno de los lugares más diversos de la ciudad.
A la hora de mis incursiones en dicho supermercado me encontraba docenas de personas como yo, saliendo del último turno de la oficina o de la última clase de idiomas rumbo a casa. Trajeados, con la corbata a medio desanudar y con la barba de un día de duración, se entregaban a las compras de alimentos congelados y semiprocesados en conjunción de medicamentos para males de oficina como la gastritis y los dolores de cabeza originados en el estrés de las juntas de la tarde.
Por otro lado estaban los habitantes del rumbo, gente de clase alta que se concentraba en adquirir verduras, frutas frescas y panes llenos de fibra. Generalmente altos y quizá provenientes de las comunidades judaicas del rumbo, también llenaban el carrito de enseres más cotidianos como jabones, champús y hasta escobas y trapeadores. Yo creo que los locales iban llegando a casa y salían con lista de compras en las manos al supermercado del barrio. Esto sin contar a la comunidad de extranjeros (me los imaginaba yo saliendo de las embajadas del rumbo) que llegaban con cara de sorpresa y se le quedaban mirando a un manojo de epazote o a un paquete de tortillas, como si vieran cara a cara al hostil Huitzilopochtli que se les fuera a abalanzar en forma de quesadilla de huitlacoche. Al final terminaban comprando latas de spam (el jamón picado, se entiende, galletas Ritz y botellas de Coca-Cola, en la esperanza de que la venganza de Moctezuma se cebara en ellos.
Finalmente, estaban los clientes asiduos que provenían de las construcciones de la zona, generalmente con todo y sus cachuchas espolvoreadas de cemento y los bultos de tortillas y refrescos gigantes que se llevaban con rumbo a la obra para acompañar la cena o desayuno, antes de comenzar las labores al día siguiente. Quizá uno de los más completos muestrarios de la sociedad chilanga se formaba noche tras noche en santa paz para llevarse algunas bolsas con víveres. No es que yo crea en las utopías o en los paisajes artificialmente bucólicos, pero ciertamente me di cuenta de que en ciertos lugares, a cierta hora, la gente puede olvidarse un poco de la hostilidad social que nos hace vivir en estado de pánico permanente y ponernos hombro a hombro a esperar el turno de pagar una lata de atún.
Ojalá vuelva ese supermercado.
No comments:
Post a Comment