Es oficial: Saddam Hussein será colgado. La noticia no ha sido recibida con gran algarabía: hay quienes piensan que esta ejecución es una violación de las convenciones militares, del derecho iraquí y de la legislación de derechos humanos, entre quienes se encuentran Aministía Internacional, la Iglesia Católica y Human Rights Watch. No se les puede culpar de apoyar al asesino ya que sus posturas son de principios, por lo que su deber es defender la vida, sea la de un acusado inocente o la de un asesino como el tal Saddam.
Sin embargo, los imperativos políticos y militares juegan contra del exdictador, quien ha pasado de ser una pieza prioritaria de captura a toda costa a un pesado fardo del que ahora los gobiernos iraquí y americano se encuentran urgidos en desembarazarse.
En un principio los norteamericanos y el gobierno iraquí se congratularon cuando Saddam fue capturado y sacado de un agujero en diciembre de 2003. Cuando esto sucedió, los norteamericanos se congratularon porque suponían que la captura del tirano representaría el fin o al menos la merma considerable de la resistencia que comenzaba a despuntar en el panorama. Al mismo tiempo, se suponía que Hussein poseía información valiosa sobre los supuestos arsenales de armas de destrucción masiva que constituían el “casus belli” con el que los Estados Unidos habían invadido Iraq.
Todo ello se derrumbó con el paso de las semanas.
No solamente salió a la luz la esquizofrenia de Saddam (quien tenía una idea completamente distorsionada de su poder militar, de sus tropas y de su estrategia), lo que denotaba su incapacidad ya no de liderear un movimiento de resistencia, sino que incluso de organizarlo. Además, se supo que las famosas capacidades de destrucción masiva de Iraq no eran otra cosa que acumuladeros de chatarra desintegrándose a la luz del desierto, que las investigaciones de armas masivas habían cesado tras la primera guerra del Golfo en la década de 1990 y que las indagaciones nucleares se habían detenido a principios de la década de 1980 cuando los israelíes bombardearon el reactor nuclear que empleaban como banco de pruebas.
Por si esto fuera poco, la resistencia armada no sólo no se desanimó sino que arreció sus embates contra las fuerzas de ocupación, iniciando lo que después se convertiría en una sangrienta guerra civil que hoy día no tiene final. Así las cosas, lo único coherente que quedaba por hacer fue juzgarlo por sus crímenes y condenarlo.
El juicio fue el parto de los montes porque si bien al dictador nadie le quería hacer el favor de declararlo inocente, quedó claro que el marco legal con el que fue juzgado había sido creado por las fuerzas de ocupación junto con el nuevo gobierno iraquí, por lo que las leyes que se le estaban aplicando no tenían fundamento jurídico suficientemente sólido e imparcial como para ofrecer un juicio valedero. Además, los testimonios de Saddam, entre la locura de su delirio de grandeza delataron que los Estados Unidos habían jugado con el exdictador, ofreciéndole armas para combatir el integrismo de Irán y apoyo para cubrir sus crímenes cuando su acción le convino a los intereses americanos.
Así las cosas, el juicio fue perdiendo el piso legal y se transformó en una suerte de ópera donde el tirano se jalaba de los cabellos mientras que los jueces intentaban una y otra vez someterlo. Mientras tanto, afuera del juzgado el baño de sangre alcanzaba a los abogados de Saddam y a los miembros del tribunal que lo estaba juzgando, por lo que la ópera tomó tintes de verdadera tragedia cuando juez tras juez fue renunciando ante el temor de ser abatidos por las balas de los seguidores del exdictador o por explosivos colocados en su de baño. En el riesgo de tener que llamar al banquillo de testigos a personajes como Tony Blair, los dos Bush (padre e hijo), así como al Secretario de la Defensa americano, fue que el juicio fue acelerado para decretar la culpabilidad de Saddam y dictar su mortal sentencia.
Tres años después de su captura, Saddam es ahora un problema. Vivo implicaría dejarlo en una prisión iraquí, con el riesgo de que sus partidarios buscaran liberarlo o que sus enemigos intentaran asesinarlo en un baño de sangre penitenciario. Por otro lado, además de Iraq, hoy por hoy no hay nación alguna que quisiera aceptar al preso más famoso de Iraq por miedo a terminar envuelto en la violencia terrorista que barre dicho país. Su valor estratégico ahora es nulo pues a estas alturas, cualquier información que pudiera haber dado, ya ha caducado, amén de que su valor de cambio es cero pues se ha revelado que la resistencia iraquí es mucho más compleja de lo que pensaban los americanos en un principio, por lo que aunque habría algunos interesados en salvarle la cabeza a Saddam, hay quienes esto les tiene sin cuidado y lo que desean es que los americanos salgan a la voz de ya.
En resumen, Saddam vivo a nadie le sirve. Muerto al menos será una tabla menos que los americanos tendrán que cargar en la cruz que han decidido llevar a sus espaldas en Iraq, como dicen los británicos, “until the bitter end”.
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