Las razones son muchas, pero quizá el asunto que más importancia reviste es nuestro terror ante cualquier cosa que represente un riesgo ante lo desconocido, un miedo que existe en todas las culturas, pero que aquí se ha enraizado en una cultura política fanática del autoritarismo.
Este problema ha permeado incluso en nuestra forma de ver la economía. Tan sólo pienso en el debate del petróleo en este momento, pero más allá, en la frágil victoria de la democracia después del año 2000 y del enorme peso que ha adquirido Andrés Manuel López Obrador como líder de la izquierda, pero también como un ícono de defensa ante los males derivados de nuestro largo y penoso tránsito a la democracia, amén del frívolo y por poco desastrozo gobierno de Vicente Fox.
Nuestras pulsiones hacia la seguridad del pasado (aún un pasado poco claro y en buenos tramos falseado) y la mala administración de nuestra modernización han creado una batalla permanente entre una postura conservadora (que insólitamente para el mundo, está lidereada por la izquierda) y una postura más abierta al mundo y al futuro (curiosamente por el mundo, lidereada por un partido de derecha).
El problema a largo plazo es que este debate reedita una vez más una disputa que al menos se pensó enterrada tras la victoria de los liberales en la Guerra de Reforma en el siglo XIX. Afortunadamente el país ya no vive el riesgo de escindirse o desbaratarse, pero ciertamente ese debate mantiene y mantendrá por mucho tiempo vivo la inestabilidad y el encono y la lucha estéril, que han llenado los titulares a partir de la segunda mitad del gobierno de Vicente Fox y amenazan con contaminar el resto del sexenio y quizá abrir paso a una severa crisis política (que no necesariamente social) en el 2010.
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