Los veranos son ilusorios. Luminosos, cálidos, con mucha luz (aunque en el casode la Ciudad de México suelan ser todo lo contrario). El verano, quizá más que la primavera es el cumplimiento del deseo de vida, de existencia, de preservación.
Es quizá la época del año cuando uno puede salir de la cueva con las mejores expectativas. Siempre se puede intentar algo diferente, siempre se puede intentar algo osado. Siempre se puede existir más allá de las fronteras de lo habitual.
Es así como este verano para mí fue algo maravilloso, fue un espacio extraño, asomarme a un territorio que pensaba no existiría más que en mundos alejados de mi. Fue un espacio temporal donde, por momentos, lo imposible se trocó existente.
Pero, con la misma ciclicidad que la naturaleza sabia provee, el verano deja paso al otoño y al invierno. No es crueldad, no es mala fe, no es nada personal. Pero es la naturaleza la que dice hasta hoy y es cuando se acaba la luz, cuando se terminan los verdores de la naturaleza y comienza el declive que da paso a la ausencia y al siguiente ciclo.
Hemos llegado al otoño. Quien iba a pensar que el cambio de estación me sorprendería caminando entre el Zócalo y el Palacio de Bellas Artes.
No me arrepiento. Fue un buen verano. Lástima que el otoño haya llegado y volvamos al invierno de todas mis temporadas. A la existencia cotidiana, a la cueva de siempre.
Sin embargo, lo repito, y en español lo reitero.
Fue un buen verano.
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