Poco a poco, mi familia se ha desgranado. No lo lamento demasiado. La vida con mi hermana no era mala, pero definitivamente ella ya tenía la cabeza en otras cosas. Mucha suerte.
Ahora estoy aquí, viendo las noticias, pensando en que valdría la pena comenzar a pensar en cosas distintas a mis obsesiones personales. Quizá la comida de hoy con mi amigo Bob ha ayudado a aligerar la carga de mis obsesiones recientes. Quizá sea cosa de comenzar a hablar de otras cosas, al menos para distenderme.
Esta es una noche tranquila. Regreso a mi casa y descubro que la ciudad está cargada de vida; gente que entra y sale; personas que corren de un lado al otro; la glorieta del metro Insurgentes llena de paseantes y ligantes. De pronto me doy cuenta de que la ciudad se mueve, conmigo o sin mi. De pronto la noche se ilumina de ese tono rojizo que tanto espanta a los recién llegados pero que he aprendido a amar como el techo que ha protegido lo mismo mis deseos que mis anhelos que mis derrotas que los triunfos de la vida mía.
Es así como redescubro, caminando por la Zona Rosa, por las bancas de Reforma, pobladas esta tibia noche de amantes que se abrazan y besan furtivamente (sigh); por los senderos del tráfico y de la gente que regresa cansada a su casa, con la breve promesa de poder amar, de poder descansar, de abrir un boquete en el muro de la rutina cotidiana y convertirlo en un espacio libre.
Por primera vez, en muchas semanas, sonreí todo el camino hacia mi casa.
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