Ahora, en un aeropuerto de la ciudad de México es que me encuento, pensando larga y profusamente. El duelo está en suspensión, quizá permanente. Ahora no sé bien a bien lo que es apropiado sentir. Me siento rebasado por las emociones, rebasado por la impotencia de no haberte podido salvar de los abismos hacia los que te precipitabas y del desapego que sentías por el mundo.
Quisiera pensar en los momentos que me hubiera encantado vivir a tu lado.
Despertar junto a tu cabello, y pasar una mano por él para que te despertaras. Preparando una taza de café mientras mirabas por la ventana el tráfico de la mañana. Mirarte tomar un libro de nuestra biblioteca (es decir, libros amontonados por todos lados) mientras, en pijama leías un poema más antes de sentarte a la mesa y comer ese omelette de espinacas que luego de múltiples intentos echados a perder, finalmente habría aprendido a preparar y a que violaran tu propio vegetarianismo.
Leer los correos electrónicos en pijama, mientras te bañabas y preparabas para ir a dar tu clase de etimologías en la preparatoria. Mirarte a los ojos antes de que cierres la puerta de nuestro departamento, escuchar cómo corres a tomar el microbús, mientras comienzo mi ronda de llamadas por el mundo mundano que siempre te ha parecido extraño por capitalista y poco dado a la lucha, pero es el lugar donde yo puedo vivir, no puedo hacer nada al respecto, más que ganarme el pan de cada día para que puedas ir a tus seminarios y clases de feminismo en busca de causas perdidas.
Causas perdidas que te traen exahusta a la casa con la noche encima. Y allí en la sala me encuentro, terminando el enésimo reportaje de la temporada, esperando los últimos teclazos. Pero es el tiempo para que te quites la chamarra y la avientes sobre el sofá de segunda mano que de tan usado nos parece mullido.
Y mientras pensamos si lo que quieres es cenar en casa o pedir algo a la calle, cierro la computador y miro tu silueta delgada recortada contra la llovizna de esta tarde de otoño. Pienso en el momento en el que pensé que me di cuenta de que habías traspasado mi corazón para anidar en él. Ese momento, que a veces te digo luego que hacemos el amor y me abrazas, cuando te digo que me enamoré una tarde en el Palacio de Bellas artes, cuando la sombra de una estatua se proyectó sobre tu silueta y me di cuenta que eras la síntesis del dolor y de la esperanza. Era la imagen del amor que sentí por ti.
Y así terminar este día. Mirando alguna de esas películas que tanto te gustaban por complejas e indescriptibles, e imposibles de criticar. La televisión protectando luces violáceas en el sofá mientras te despierto con un beso y te digo, vamos a la cama. Pero descubro que, en la modorra del sueño, has dejado caer a Momo, el monstruo de boca siempre abierta quien, ya un poco luído por los años, se apachurra contra tu cuerpo. Afortunado él.
Afortunado yo.
Y ahora aquí, en la luz clara del aeropuerto. Pienso en que todo siempre fue una ilusión. Esto y los días que vendrán.
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