Al parecer, la visita del Papa a Brasil no fue el golpe de imagen que el Vaticano esperaba. Leo la cobertura de la visita papal y me encuentro con una feligresía moderadamente entusiasta, pero con un Sumo Sacerdote que a golpe de palabras intenta llamar la atención sobre los asuntos que le interesan.
Desafortunadamente, su mensaje llega en tiempo cuando sus prédicas no encajan difícilmente en el mundo de hoy. Sus llamados a la castidad, contra la eutanasia, el aborto y su llamado a la religión como ente regulador de la vida cotidiana y ante los ojos del estado chocan contra la realidad de un mundo que no se entusiasma ante una religión que exige cosas y promete cosas para la otra vida.
Los llamados a la castidad chocan contra una sociedad sexualizada por todos lados y con las suficientes herramientas para evitar sus consecuencias negativas gracias a los anticonceptivos y la ética individual posmoderna. Los gritos por un mundo sin ambición capitalista se desvanecen ante el brillo de las mercancía que, irónicamente, el Papa Juan Pablo II ayudó a crear coadyuvante en el desmonte de la ideología comunista sin una opción realista para cuando ese universo se disolvió a mediados de la década de 1980.
Peor aún, la influencia moral ejercida por la Iglesia Católica de antaño ha padecido un fuerte proceso de erosionamiento producto de los inacabables escándalos protagonizados por sacerdores adictos a toda clase de conductas pecaminosas y hasta delictivas. Así pues, la Iglesia Católica se encuentra en una situación de debilidad, justo enmedio del famoso choque de civilizaciones preconizado por Samuel Huntington.
Mal momento para la Iglesia, mal momento para la moralidad, mal momento para la austeridad. Y para colmo el nuevo Papa es un hombre de sangriento parecido con el tenebroso Emperador Palpatine de la Guerra de las Galaxias.
Con una imagen así no se puede promover nada.
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