No quisiera dejar estas tierras panameñas sin reflexionar (al fin y al cabo es lo que hago para comer) acerca de la naturaleza de los pueblos de nuestra América.
No quisiera verme determinista y afirmar que las naciones son lo que sus poblaciones reflejan. Nada de eso. Sin embargo también me parece reduccionista pensar que la geografía no importa.
Panamá es una nación que quizá ha tenido, más que ninguna otra, diferenciarse de su propósito existencial: debido a que fue creada por los norteamericanos como plataforma para construir el Canal de Panamá esta nación vive por y para una de las obras de infraestructura más ambiciosas del planeta. De otro modo, esta región sería como cualquier otra provincia soñolienta de nuestro trópico americano.
Los panameños han asumido la bendición y maldición simultánea que representa albergar su Canal. Bendición porque les ha permitido fundar una economía impermeable a los vaivenes de los bienes básicos que el resto de Latinoamérica comercializa.
Sin embargo, la maldición es que hoy y siempre vivirán con la amenaza (antes factible y ahora meramente posible) de una invasión americana. No nos engañemos. Esta nación fue creada por los Estados Unidos y por siempre tendrá su ominosa sombra encima.
Celebremos que la nación posee una alegría de vivir que le permite vivir sin complejos. Celebremos pues que Panamá posee un clima envidiable, celebremos que tenga gente tan agradable. Celebremos pues, que Panamá es algo más que el canal.
Y me atrevo a decir que mucho, mucho más.
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