Si uno tiene el coraje de pensar en cada aspecto del acto - no me refiero a pensar mecánicamente en él-, si uno es capaz de rumiar sore el acto, demorarse en él entonces uno es cambiado por el acto. Porque en el acto de restaurar la armonía de uno, uno tiene que encontrar todos los motivos por los que fue sacudido.
Lástima que el acto del que habla Mailer no tiene nada que ver con el acto doloroso de hallar sus rastros desperdigados por la mar virtualia, pero así es esto de hallarle sentido al sinsentido.
De vuelta a la relatoría:
Verla sentadita en una banca de madera junto al cine. Ese era el placer de mi vida. Demorar un par de minutos para verla leyendo, absorta en lo que aprendía. Lo que me molestaba más al principio: su insistencia para saludarme como si me vendiera una enciclopedia.
Pero nada de eso me importaba. A medida que compartíamos películas y más películas. A medida que me mostraba los libros que leía en la minúscula bolsa que llebaba consigo. A medida que pasaron los años en los que se me volvió constumbre ponerla en mi agenda como parte de las actividades de la semana es que crecí con ella.
Quizá nunca se lo dije con sinceridad, pero mientras íbamos y veníamos por la ciudad, en otros lados de mi vida comenzaban a operar procesos distintos: de pronto la apuesta que había hecho por el periodismo comenzaba a fructificar, de pronto comenzaba a adquirir un camino.
Y ello junto a ella.
Pero yo no sabía nada de ella. Ecos de cómo terminó su preparatoria, cómo decidió irse por las Letras Clásicas, cómo es que vivía en casa de su mamá, de cómo es que su mundo parecía desdoblarse por dolores que sospechaba pero no me atrevía siquiera a indagar.
Cobardía mía.
Eso es lo que describe eso. Tenía miedo de que me dijera las palabras fatídicas: Fíjate que tengo a alguien. Y era un miedo estúpido ya que de todos modos sabía lo que se movía tras bambalinas. Lo sabía por pequeñas declinaciones en el tono de su voz al hablar de alguien, de horas mistriosamente perdidas.
Pero de mi lado tampoco era mejor. Le oculté mi disociación, le oculté las estrategias que tenía para vivir, le oculté mi nombre y le oculté hasta el sitio donde vivía.
Y por un tiempo, eso estuvo bien.
Hasta que, una buena tarde de verano, cuando supe que ella se iría a vivir un tiempo a Panamá, con la familia de su padre.
Ella se había convertido en la compañera de demasiadas aventuras y era la depositaria de demasiados sentimientos. Y era sólo para mi. Nadie sabía de su existencia. Nadie la conocía. Nadie de mis amigos, de mi familia. Era el tesoro secreto perfecto. No se si ella hizo lo mismo, pero sospecho que así fue ya que, a semanas de su fallecimiento, nadie se ha molestado en preguntar por mí en el plano de la realidad.
Eramos secreto mutuo.
Era oculta a todos y a todo. Nunca me inmiscuí en sus asuntos, jamás la fui a buscar a su salón de clases (aunque me moría de las ganas de irrumpir con un ramo de flores) y en la medida de lo posible, trataba de mantenerme al margen. Sólo haciéndome presente para saber en lo que andaba y robarle horas de contemplación.
A estas alturas alguien preguntará. ¿Nunca intentaste seducirla?
Honestamente, no. Sabía que con ella la cosa era diferente. De cualquier modo, ya para entonces tenía quien apurara esos cálices de mi existencia, por lo que ella podía existir en el mundo irreal de las ideas sin que pensara más cosas traviesas que besarla en la boca.
Sólo Oja Mariko la conoció y la vió y supo cómo se escuchaba su voz en persona. Sólo Oja Mariko conservó imágenes de ella, que ahora reemplazan los agujeros de la memoria que me taladré cuando partió hacia Panamá.
Porque se terminó por ir, pero justo antes le dije y le presenté un largo pliego con lo que sentía. Pobrecilla. Se quedó con una sorpresa enorme en la mirada y más porque cuando cerró los ojos le robé el primer beso que nos dimos. Sus labios sabían a la sal de las papas que estaba comiendo en ese momento.
Pero fue una experiencia agria. Ella no podía responder a mis lamentos. Estaba yéndose y en el fondo, lo hice en aquel momento para que quedara claro que nos dejaríamos de ver. Que allí terminaría la cosa, que no quería que se fuera conmigo pegado a sus jeans. No quería tener que cargar con el dolor de su ausencia en mi vida y menos aún, quería correr por Centroamérica para ver dónde andaba.
Con todo el dolor de mi corazón llevé la nave a un primer naufragio. Y vaya que a ella le dolió. Recuerdo cómo es que vi sus lágrimas en la calle y cómo fue a buscarme con mi hermana Oja. Y cómo fue peor porque le regresé las cosas que me había regalado: sus fotografías, sus textos, todas las cosas suyas que me había compartido y regalado.
Fue un acto desesperado en la mitad de la madrugada de domigo. Pero tenía que hacerlo. No podía vivir con su recuerdo torturándome en la ausencia. Era necesario que se desvaneciera a la de ya. Así es como hacía las cosas. Así debían hacerse.
Y así se hicieron.
Y así es como se preparó el primer abismo.
Porque se fue.
Y quise pensar que jamás volvería a saber de ella.
Y quise pensar que en la tierra de sus ancestros hallaría el destino y el amor y la fijación a una tierra.
Y quise pensar que sin ella la cosa sería mejor.
Y lo fue, pero no del todo.
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