Mientras pasa el tiempo, haciendo que el rumor de las olas se vuelva murmullo y luego silencio; mientras el calor de este otoño asfixia mi gripe; mientras trato de dar brazadas lo suficientemente prolongadas para que me saquen de esta corriente oscura es que pienso en Haruki Murakami.
La primera vez que leí sus libros, lo hice en un sumplemento de periódico. Me impactó el poder de un hombre para retratar dos sentimientos difíciles por su complejidad y vecindad: la nostalgia y la culpa.
Tokio Blues destila esos dos componentes: la nostalgia de un pasado de sensaciones apenas en gestación y la culpa por la muerte ajena. La muerte como trasfondo que une vidas y las va hilando en un tejido cálido que se forma por agujeros y espacios. Una suerte de tejido que no existe, pero cuyo peso es medido en cada una de las horas en las que los personajes giran tratando de hallar un lugar, cuando las cosas viven fuera de control.
¿Y saben qué? Alí se llevó el ejemplar que yo tenía. Se lo dí, sin jamás imaginarme que la narrativa traumática de sus hojas se trasplantaría a mis días y el plano real de mi vida, porque, como lo escribí hace unos días; como en la novela, todo comenzó en un aeropuerto anodino, entre puestos de café y la luz blanca, intensa, colándose por los pasillos.
Y allí está la nostalgia, joven aún. Nostalgia por el último amor de mi adolescencia y el primero de mi adultez. El amor que te hace dejar de pensar en paisajes tierno y te interna en las difíciles labores de construcción, destrucción y reconstrucción, una dialéctica del alma. Nostalgia por un tiempo en el que podía ser a la vez un joven estudiante y un inexperto empresario y un periodista en ciernes.
Nostagia por el sur, por Plaza Loreto, por las canciones de Jaime López y las caminatas por el centro de la ciudad. Nostalgias que son, en última instancia, las herencias que nos dejan quienes han fallecido.
Y lo otro, la culpa. Culpa dolorosa y punzante. Culpa por haber hecho no haber hecho lo suficiente. Culpa por no haber podido darle lo que necesitaba, por no tener las agallas de cruzar la ciudad las veces que fuera necesario en pos de su bienestar mental. Culpa por no haber podido modular mis sentimientos y no dejar que la cosa creciera, sino anegándola hasta el punto en que ella ya no quiso estar conmigo.
Culpa por esto y por lo otro. Culpa por lo que se hizo y culpa por lo que se dejó de hacer.
Pero Oja Mariko lo dice bien. No debo albergar culpa. En su momento hice lo que mejor pude, le di lo que mejor estuvo en mi mano. Ella misma tomó la decisión, una tarde de octubre, de decirme que ya no contara con ella. Y yo, respeté su decisión hasta el doloroso nivel de cortar toda comunicación con ella, dejarle de hablar, para que ella no sintiera mi sombra ominosa en su vida, para que ella encontrara el sentido de su vida y eso que llamamos amor y que no pudo acabar de nacer entre nosotros dos.
Sí, siempre podremos hacer las cosas de mejor modo, pero a veces las opciones son mucho menores: sólo podemos optar entre lo malo y lo peor. Pero ahora que tengo algunas imágenes frente a mi, es que pienso que es verdad, al menos le pude ofrecer los pedazos de felicidad que pude, todos los que fueron posibles.
Y eso debe quedar tatuado en mi mente. Murakami lo deja bien pespuntado. En la elección entre la vida y la muerte, la vida es lo que nos arrastra. A empujones y quejidos, la vida es lo que nos mueve. Quizá no con la energía que uno espera y desea, pero por supuesto que nos mueve. Eso debe quedar bien en claro.
Pero como siempre, en la noche, los sueños se encargarán de ponerme los imaginarios en la cabeza. No me preocupo por ello, de cualquier modo, los escenarios imaginarios se han convertido en la especialidad de la casa.
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