La coordenada es sencilla: Chapultepec un domingo por la tarde donde el sujeto de mi persecusión caminaba sin sospechar el torebellino que quizá en algo tenía que ver con la agitación de las hojas en el parque semiabandonado (eran los años en los que el parque estaba en una remodelación que había ahuyentado a sus visitantes).
Oh sí. Como todo en la vida, las luces ayudan a enmascarar la realidad y aquel torbellino de cabello enmarañado y frases poéticas y crípticas me llenaba de calidez que apenas pude robarle por medio de una fotografía destruida en un futuro que no me temía siquiera. Era una tarde extraña y particular. Una tarde donde miré el abismo que yacía entre una sonrisa y unos ojos color café oscuro.
Caminar por las calles de ese parque abandonado. Descubrir cosas dentro de uno mismo. Y además descubrirlas con los ojos llenos de tibieza, y además descubrirlas llenas de esperanza. Eran los tiempos cuando mi empleo apenas daba para mantener ilusiones y mi agenda estaba llena de huecos que solía resanar con esta chica. Y vaya que era chica, pero aún no descubría su lado tortuoso, que me arrastraría en cierto modo al ser que ahora se mueve cazando letras entre renglones perdidos de sí mismos.
Aquellos años. Aquellos tiempos.
Uno que por pendejo se preguntaba sobre las posibilidades infinitas del amor. Del amor como lo padecí en la adolescencia, con ese regusto a esperanza. Oh esperanza, ¿cómo te has ido de mi mano?, ¿cómo poder aprehender los senderos perdidos?, ¿cómo comprender el poder del olvido?, ¿el poder de las líneas vacías de significado?, ¿el sentido de la sorpresa? La vida paga pero se la cobra. Me la ha cobrado de la manera más refinada que pudo hallar: rompiendo con aquello que anhelaba y exiliándome hacia los páramos extensos de la madurez y el descreimiento.
En fin. Sólo recordaba, por eso de los olvidos.
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