Friday, November 09, 2007

ARLINGTON / ATLANTA

Arlington

El frío cala la piel y quema los huesos, pese a que el sol emerge del río Potomac. Un extraño silencio le acompaña, pese a estar junto a la Jefferson Davis Highway, que a estas horas de la mañana está llena de coches con burócratas presurosos que hacen malabares su café en la mano y la otra en el volante.

Veo pasar la carroza a toda velocidad por la puerta que está junto al Women's Memorial y sólo por dentro se vislumbra el ataúd cubierto por la bandera americana. Probablemente será el ataúd del sargento Larry I. Rougle, muerto el pasado octubre en una balacera contra rebeldes en la región afgana de Kunar.

Pero no lo sé de cierto. Sé que su muerte llena de dolor al pueblito cercano a Salt Lake City donde creció y que él mismo pensaba haber transpasado el umbral de la suerte tras 6 rondas de servicio en Afganistán e Iraq. Un buen francotirador y descendiente de una familia de militares. Pero morir a los 25 años siempre es un impacto inesperado.

La familia se reúne, vestida de negro alrededor de un bebé blanquito que ríe quizá sin saber que su padre es al mismo tiempo un héroe de los Estados Unidos, como los miles que pueblan este cementerio, pero al mismo tiempo una ausencia que su familia sólo le podrá platicar aderezada con palabras como Afganistán, ejército de los Estados Unidos (donde su padre sirvió), desierto, justicia y vacío en una guerra sin final contra un enemigo que sin estar en lado alguno ejerce miedo suficiente para que soldados como el sargento Rougle viertan su sangre en algún páramo del que ni siquiera pudieron aprender a pronunciar correctamente.

El frío prosigue desde la colina del Arlington House y desde allí desciente el viento que pasea por entre la multitud de lápidas. Y en ese mar de lápidas se hermanan lo mismo caídos por el paludismo en la guerra de 1898 contra España que John F. Kennedy, que los seis soldados que ayer fueron enterrados con honores que nadie más que su familia y amigos pudieron ver. Que sus almas reposen y que quienes los enviaron hacia su final destino sean juzgados con severidad.

Atlanta

El uniforme café con verde no camuflajea bien cuando se usa entre tiendas libres de impuestos, restaurantes de comida rápida y estanquillos de periódicos. Hombres y mujeres esperan en la sala E16 del aeropuerto mientras esperan que el vuelo de Omni Air International (una línea aérea que usa aviones  de segunda mano) los lleve hacia otro lado; la pantalloa dice Shannon, en Inglaterra. Se ven meditabundos, unos miran sus mochilas, otros caminan entre los pasillos tratando de fijar su vista en los cuadros y las advertencias.

No hay cánticos; la gente pasa a su lado sin verlos. No hay confeti, ni flores en sus manos. Ni siquiera armas, que a lo mejor ya los están esperando del otro lado del mundo. Uno que otro levanta la mirada hacia la tele que dice que el público americano ha alcanzado niveles récord de rechazo hacia las guerras del país en el Medio Oriente. Eso no ayuda a aligerar la tensión del momento.

De pronto, a una orden se colocan en fila y entran al avión. Uno lleva una guitarra de juguete con la que espera emular a las estrellas de rock en el videojuego de moda. No miran atrás al cruzar el umbral de la puerta pero su silencio lo dice todo: no saben quién volverá a casa para abrazar a su novia (como la chica del clavel rojo que se abalanzó sobre su uniformado novio en el aeropuerto Reagan de Washington) ni quién terminará debajo de un verde prado, honrado por su nación pero personificado sólo como una bandera entregada a los dolientes.

Epílogo
... pero nadie volteó para mirarlos cara a cara. Ni vivos ni muertos.

Todo es abstracto aquí.

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