Sunday, February 05, 2006

CERDO CAPITALISTA

Sin cortapisas lo admito, me he beneficiado de hacer negocios con empresas globales; he obtenido pingües ganancias de la explotación de personas que me son desconocidas en el otro lado del mundo y he participado de transacciones financieras con entidades extranjeras y, ¡horror de horrores!, he aceptado pagos en dólares por parte del enemigo imperialista y para colmo de males, todo esto lo he hecho sin siquiera mover un dedo.

Vamos a la historia.

Hace muchos años, antes incluso de que supiera que me dedicaría a esto del periodismo, trabajaba en una empresa transnacional especializada en rediseño de procesos y construcción de soluciones tecnológicas para la mejora en el desempeño de sus clientes (es quizá la más simple forma de describir la actividad de dicha empresa, hija de lo que se llama "virtualización de la producción"). El trabajo que allí hacía tenía el impresionante nombre de "analista de servicios creativos", aunque en la realidad la chamba consistía en una combinación de redactor técnico y diseñador gráfico. Encorbatado y sujeto a un horario que ejercía en los límites de uno de estos edificios que dan por llamar inteligentes pasaba mis días, rumiando si acaso ese sería mi destino para siempre: una chamba muy bien pagada pero que me encadenaría a un destino al que me resistía con todas mis fuerzas.

Pero, cosas que pasan en la vida, uno de los privilegios de trabajar en tan conspicua organización fue ni más ni menos que me hicieran partícipe de una repartición de acciones que la empresa ofrecía como una graciosa concesión a sus empleados para celebrar, ni más ni menos, que la entrada de la empresa al New York Stock Exchange. Cabe aclarar que todo esto sucedía mientras en las montañas de Afganistán, cierto terrorista ahora legendario preparaba una andanada de atentados que habrían de alterar la relación entre los ciudadanos de nuestro planeta, por no mencionar el terrible golpe que representarían a la economía del planeta.

Y en efecto, me dieron un puñado (más de 50) de acciones de la empresa. Pero cuando me avisaron que las acciones no se harían efectivas inmediatamente, sino que pasarían dos años antes de que pudiera hacer algo con los documentos, simplemente guardé la carta de concesión de las acciones en un cajón y decidí seguir mi vida. Y en apenas unas cuentas semanas, la vida dio un giro que aún no logro comprender del todo: vino el 11 de septiembre de 2001, se presentó una oportunidad de salirme de aquel trabajo y de comenzar mi carrera como periodista en el azaroso y siempre emocionante mundo del freeelance.

Pero las acciones se quedaron conmigo.

No fue sino hasta un par de años más tarde cuando llegó a mi casa la carta de un banco americano: Smith Barney Citigroup, donde se me hacía partícipe de que una parte de las acciones estaban en mi poder y que podía hacer con ellas lo que me pluguiera. Y lo que me plugo fue no hacer nada. Dejé que las acciones reposaran en alguna parte de los servidores del banco y siguieran navegando dentro de los mares de la bolsa de valores neoyorquina. Y así pasó un par de años más hasta que el verano pasado me comenzaron a llegar sobres con documentos tan variopintos como formas fiscales gringas, folletos del desempeño de la empresa, invitaciones para asistir a juntas de accionistas en los Estados Unidos y lo mejor de todo: un chequesote por 15.90 dólares como mi participación en las ganancias de la empresa. Un cheque que obviamente no he cobrado, pero que adorna mi escritorio y me recuerda que, pese a lo crítico que pueda parecer hacia el capitalismo global, lo cierto es que soy tan burgués como cualquier otro.

¿Qué haría si pudiera cambiar mi cheque? Me compraría un puro cubano y lo fumaría lentamente para recordar lo maravilloso que es ser parte de la clase explotadora.

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