Creo que jamás he hablado de la naturaleza de mi profesión. Desde que en 2001 dejé atrás mi antiguo trabajo como empleado de oficina, muchas cosas cambiaron. No sólo cambié la forma en la que me gano el sueldo. También adquirí las responsabilidades y las consecuencias de dedicarme a esta profesión. Gracias a ella he conocido cosas de las que no tenía idea, al tiempo que he podido viajar y conocer otras partes del mundo. Además por el periodismo he podido dedicarme a eso a lo que siempre quise y de lo que tuve conciencia desde adolescente que deseaba hacer: escribir.
Sin embargo, como en las historias de superhéroes, no hay poder sin precio a pagar. Rozando la media década al servicio del periodismo, me di cuenta (platicando anoche con un amigo que trabaja en las bregas de la letra impresa, que hay algo que se deja a cambio. La estabilidad emocional.
Pareciera una exageración; al fin y al cabo el periodismo es un trabajo que no requiere votos de celibato o en el que sea necesario aislarse del mundo por meses, como lo hacen los marinos o los soldados en campaña. Sin embargo, después de analizar la situación cuidadosamente, los periodistas somos personas obsesionadas con la realidad, sujetas a la inestabilidad de trabajar hoy, mañana pasado mañana también. Trabajar como periodista es un placer, claro que lo es, pero también es una forma de vida y una esposa celosa. Ya lo dice un gran maestro de periodistas (Ryszard Kapuscinski) "no es un trabajo donde uno pueda cerrar la oficina a las 5 de la tarde e irse a casa". Vivir hurgándole las hendiduras al mundo es un trabajo de tiempo completo, pero además es una obsesión que vive permanentemente dentro de uno. La vida en este negocio, para colmo, es un desastre para la vida personal.
Entre tragos de cerveza Indio (y la raza punk bailando slam con música rockabilly) mi amigo y yo llegamos a la conclusión de que esto del periodismo nos condena en cierto sentido a la soledad. Al revés de la gente que huye del mundo cuando se le prende fuego, nosotros viajamos constantemente al centro del huracán en la búsqueda permanente de caminos que nos permitan comprender lo que sucede. Como consecuencia, el resto de la gente nos mira como bichos raros y lo peor es quecuando el amor toca la puerta, el destino es incierto, y al menos en lo que se refiere al gremio, negativo.
No es raro por ello que los periodistas vivamos siempre en la soledad emocional. Quizá no sea en todos los casos verdad o en mayor medida que para otras profesiones (un censo en este tema no caería nada mal), pero el hecho es que vivimos al borde del fracaso, en el filo del colapso, y en los bordes de la existencia. No quiero ahuyentar a los noveles periodistas, pero, aunado a los problemas de la vida austera del periodista, se encuentra este otro problema. Y aunque los libros no lo mencionen, vivir de la realidad es ser parte de la realidad, y en el sentido católico de la palabra. Quizá debemos redimir por ello nuestras desgracias.
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