La cobertura que los medios de comunicación han hecho de la tragedia causada por el huracan Katrina no puede ser calificada menos que exahustiva. Canales de televisión, revistas y periódicos han registrado virtualmente cada segundo de la tragedia (por no mencionar los enlaces casi permanentes que los canales de televisión han realizado sobre el tema). Internet se ha revelado (una vez más) como el medio que cambió la percepción del hecho, creando un canal en tiempo real donde algunos de los protagonistas de la noticia podían colocar sus impresiones a medida que el huracán les pasaba por encima de la cabeza y sobre todo, cuando la dimensión de las dificultades tomó las dimensiones trágicas que ahora atestiguamos.
No comprendo cómo ni por qué Nueva Orleáns terminó siendo una ciudad bajo el agua. Sin embargo, dadas las características particulares de la Ciudad de México, no se me hace imposible que haya llegado la ciudad a tener que sobrevivir debajo del nivel del mar. Sin embargo, es aquí donde entra mi reflexión. La lucha entre el hombre y la naturaleza no es nueva. Desde que el ser humano prendió su primera hoguera (y que más tarde incendiara su primer bosque) fue el disparo de arranque de una lucha que los seres humanos hemos establecido permanentemente con el entorno. Las más de las veces nos hemos alzado victoriosos alterando paisajes, domando ríos, creando tierra donde antes había mar y (cómo no) modificando la demografía de la vida en el planeta.
Sin embargo, la Tierra se guarda las cicatrices y espera paciente a cobrar facturas. En la Ciudad de México (baste decirlo) la domesticación del Lago de Texcoco terminó por crear un monstruo urbano que vive sediento dos terceras partes del año y el otro bajo la amenaza de que el fantasma del lago venga a reclamar lo que le pertenece. Esto sin contar los terremotos y las molestias logísticas de crear un ente urbano de casi dos docenas de millones de habitantes y que se encuentra en la cima de un altiplano lejos del mar y de casi cualquier otra cosa que valga la pena.
Y así sucede en casi todas partes del mundo. Donde no hay ríos que se vuelven caudalosos hay cerros que se desgajan; donde no hay huracanes hay tornados, inviernos crudísimos o veranos candentes. Incluso cuando la naturaleza es pródiga vienen otros problemas: infecciones, insectos atormentadores, suelos blandos, más enfermedades y la misma abundancia que suele hacer de sus habitantes personas dominadas por el sopor y la abulia. En el caso de las ciudades costeras las calamidades por agua no necesitan grandes poderes de la imaginación: marejadas y huracanes.
Desafortunadamente a los humanos se nos olvida tal detalle. Solemos hacer las cosas sin pensar que la naturaleza tiene más poder que todos los humanos juntos, y lo más peligroso: que esto puede suceder en cualquier momento. Hasta donde las noticias me alcanzan, la tragedia de Nueva Orleáns fue que (por las razones que fuera) bajaron la guardia ante los cuerpos de agua de los que son vecinos. En la idea de que las defensas construidas bastarían para defender la ciudad, dejaron que las cosas llegaran a donde llegaron y que un huracán les pasara por encima, con una marejada que se estima en más de 3 metros de altura y para la que no hubo dique capaz de contener.
Pero este fue tan sólo el primer acto del drama. Lo peor vino cuando el huracán dejó al descubierto algo que al menos ya desde los tiempos del escritor Upton Sinclair estaba claro: que existen dos naciones que se hacen llamar Estados Unidos. Una es la nación opulenta que todos conocen y la otra es una nación de pobres que no tienen dinero, ya no digamos que para comprarse un coche; que no pudieron siquiera comprar un boleto de autobús que los sacara de allí. Esa es quizá la peor tragedia ya que, la naturaleza es imprevisible, pero la sociedad no.
Así las cosas, la tragedia ha abierto ventanas involuntarias a mundos que los mismos gringos se negaban a ver. Pero no sólo eso. Para los miles de inmigrantes a la pesadilla del huracán se le une la desgracia de perder la fuente de trabajo y sobre todo, el desamparo de no poder siquiera recurrir al auxilio de las autoridades por el temor a ser denunciados y deportados. Quizá la diáspora más grande de los Estados Unidos se ha desatado y dada la profundidad del daño y la duración estimada, es de esperarse que al menos la sociedad gringa comience a cuestionarse seriamente hacia dónde va y lo que debe hacer consigo misma en los años por venir.
APUNTE POLITICO
Hace 4 años a estas horas de la madrugada el mundo vivía quizá las últimas horas de tranquilidad de la era Post Guerra Fría. Con los festejos por el cambio de milenio apenas concluyendo, Occidente se preparaba para iniciar un siglo de luces y optimismo para enfrentar los grandes problemas del mundo. Sin embargo, en un cuarto de motel barato un grupo de fanáticos radicales se preparaban para darle a la historia uno de los giros más radicales jamás vistos. Es impresionante cómo la acción de unas cuantas personas tendría a la postre tantas consecuencias para el mundo de hoy. Pero recordemos por lo menos esa madrugada del 11 de septiembre porque fue la última en la que el mundo pudo al menos soñar con un futuro diferente.
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