Saturday, December 24, 2005

GRACIAS POR LA LETRA

Supongo que en virtud de todas mis inquinas y quejas sobre la temporada navideña el destino me entregó el regalo inesperado: un encuentro con una persona que, pese al haber estado en mi vida poco tiempo, ejerció una influencia que hasta el día de hoy se hace presente y por la cual me presento extremadamente agradecido.

Todo ocurrió cuando cursaba la preparatoria en el Colegio Salesiano Angela Segovia de Serrano (mejor conocido como Salesiano de Barrientos por la vecidad con el reclusorio de homónimo nombre), más o menos en el año de 1993. En aquel entonces yo sólo era un adolescente confundido (como cualquier otro) lleno de hormonas y cuya vocación estaba en el limbo. Por motivos que ya he olvidado tenía la vaga idea de que estudiaría una ingeniería entre electrónica y en telecomunicaciones. A decir verdad no sabía ni porqué lo decía, aunque mi familia no parecía disgustada por ello y al contrario se percibía sumamente feliz.

Sin embargo, en las primeras semanas de ese último grado me sentía lleno de dudas. La ingeniería no me convencía lo suficiente como para dedicar mi vida a ello. Por otro lado mi vida estudiantil se encontraba reducida al aislamiento que me hacía pasar las horas del almuerzo sentado en las gradas de la cancha de soccer (parece cliché, pero es totalmente cierto) enamorado de una chica de cuyo influjo malhadado no me pude sustraer sino muchos años más tarde (para ser precisos, ya entrada esta década). La única cosa que me salvaba eran los libros, docenas de ellos que leía sin orden ni concierto pero con muchísimo gusto: autores como Fernández de Lizardi, Luis Spota y el caricaturista Rius me llevaban hacia caminos que apenas podía comprender entonces pero que me indicaban un camino cierto.

En ese panorama, no había mucho que decir de los profesores: entre la apatía y la patología, el equipo docente hacía sus esfuerzos para educarnos y hacernos tragar cosas como lecciones de anatomía a cargo de un profesor del cual había sospechas fundadas de que usaba un peluquín; lecciones de lógica por parte de un hombrecillo cuyos tics eran lo más destacable de sus clases y un profesor que hizo su entrada en nuestras vidas diciendo que su nombre era Fozzy. Guaca, guaca.

Pero las cosas cambiaron con una profesora de literatura llamada Norma.

No puedo decir que recuerdo claramente cada clase que me dió, pero lo que si puedo decir es que ella descubrió que entre las cosas que podía hacer se encontraba el escribir con cierta propiedad y una curiosidad insaciable sobre los libros (que se vería confirmada años después cuando pude darme vuelo en la biblioteca de mi universidad). No recuerdo claramente sus palabras, pero de lo que hay imágenes vívidas sobre su amor que le imponía a la lectura. Y de hecho, ahora recuerdo uno de sus ejercicios: escribir una carta de amor anónima para alguien y ella se encargaría de leerla en la clase, sin dar a conocer el remitente, claro.

Fue un ejercicio muy chistoso, pero a casi nadie de mis compañeros le importó un comino. La mayoría estaba demasiado ocupado pensando en el desmadre y en el mundo futuro que les esperaba (y que se cristalizaría en papeles de padre de familia y asistentes contables) como para hacerle caso. Pero en lo personal sus palabras me llegaron y sus comentarios sobre la literatura me llenaron en un momento en el que no había demasiado como para vanagloriarse. A falta de amor, a falta de aceptación, a falta de socialización, el mundo de la escritura se presentó como un sitio donde se podía vivir sin tener que afrontar la realidad donde no me podía, ya no digamos sentir bien, sino que al menos percibir que no me tenía apretándome el cuello.

A partir de sus clases, después de los comentarios sobre algunas de mis narraciones y al mirar el interés con el que se dedicaba a su trabajo (cosa insólita en un panorama lleno de desánimo y derrota magisterial) fue que comencé a definir algo dentro de mi. En ese momento la cosa no tenía nombre ni significado aún. No era una forma, ni siquiera un propósito definido pero era el hálito de algo mucho más grande que se desdoblaría con los años y me definiría como escritor; mejor dicho, como periodista. Desafortunadamente el tiempo pasó y cuando quise volver a ver a la profesora Norma ya no se encontraba allí y se perdió dentro de las brumas de una educación preparatoria que por muchas cosas quise olvidar. Y la profesora Norma se fue con ellas.

Ha pasado más de una década, por lo que toparme con ella en una librería esta víspera de Nochebuena fue una sorpresa absolutamente injustificada. No ha cambiado casi nada (o al menos yo así lo veo) y fue una maravilla poder platicar con ella (aunque fuese por sólo unos minutos) para poderle decir lo muy agradecido que estoy, lo mucho que influyó en mi vida y que lo que ella sembró hace ya tantos años pudo pervivir hasta llevarme al camino que hoy transito. Ella sólo me respondió con una sonrisa amplia y con un gran abrazo. Profesora, no, Maestra Norma. Mil gracias por dejarme prendado de la letra, un millón de parabienes en su vida presente y futura; un reconocimiento por haber sido una de las mejores personas que me encontré en un momento crítico de la vida. Me ofreció un sendero diferente en el que me defiendo ahora y con el que quiero mantenerme por el resto de la vida. En pocas palabras, me ayudó a encontrar mi vocación y la fuerza que ahora hace caminar mi existencia.

Gracias, Maestra Norma

1 comment:

Anonymous said...

Oiga que historia tan truculenta, entre hormonas y desilusion...

Pero que bueno que se dedico a esto y no a la ingenieria en mecatronica, no le parece?