La verdad me da flojera repetir los estereotipos de la Navidad: que es una época de dar, de regalar y de ser felices. Si me lo preguntan, podría decir que algunos de los peores momentos de mi vida los pasé una Nochebuena. Como si hiciera falta, las incesantes campañas de publicidad y el caos de fin de año en la ciudad hacen que uno prefiera mantenerse aislado en su casa. Cosa que he hecho, verbigracia el privilegio de poder trabajar desde mi casa, lo que me permite pasarme días enteros encerrado sin siquiera asomarme a la puerta.
Pero es cierto también que estas fiestas son necesarias. Una de las necesidades primordiales de los seres humanos es el reconocimiento del paso de ciclos que permitan hacer balances, cierres y en su caso puedan ayudar a comprender mejor el momento que se vive y reorganizar las energías en el camino hacia otro ciclo nuevo. Lo que se ha salido de todo control es el hecho de que la gente ahora se vea obligada a comprar, a sentirse feliz y a convivir con personas con las que usualmente quisiera liarse a golpes, todo en nombre de la armonía navideña.
Y claro que me quejo de la comercialización infame. Si no mal recuerdo mis raíces católicas, la Navidad es una época de recogimiento, de reflexión y de feliz sobriedad. Pero al igual que a su antípoda, la Semana Santa, se ha transformado en un carnaval de personajes grotescos (comenzando por Santa Claus) y de un irracional frenesí por llenarse de comida el estómago y la casa de objetos inútiles. Mi hermana me platicó que en una fiesta que le tocó organizar en la empresa donde trabaja, la cosa se puso tan pantagruélica que hubo gente que iba a vomitar nada más para poder volver a comer. Una obscenidad que al niño Dios le daría asco prescenciar.
Pero en fin, una vez desahogado de mi queja navideña, espero que todos se la pasen padre, si es que alguien lee estas reflexiones a destiempo cortesía de un servidor y seguiremos escribiendo.
No comments:
Post a Comment