Hace unos meses, cuando andaba de viaje (junto con varios compas periodistas) por las tierras de Sudamérica explorando la situación del transporte de pasajeros, una de las diversiones favoritas era espantar a nuestros interlocutores explicándoles los problemas de nuestra ciudad: después de veinte minutos hablando de la geografía de la ciudad, de sus carencias y sus excesos, de sus siempre sorprendentes dirigentes, de la corrupción y de los pequeños detalles surrealistas de la urbe (como nuestra tendencia, que en Brasil encuentran incomprensible, de habitar casas unifamiliares produciendo una ciudad con características entre amiba y tumor).
Como broche de oro, cuando nuestros interlocutores ya tenían los cabellos erizados solía rematar con la siguiente frase: por cierto, ¿sabían que la Ciudad de México abarca varios estados de la república? Con esto, simplemente se desmayaban como le hacía Condorito. Plop.
Ahora que ha pasado el tiempo, creo que aparte de espantar foráneos, mi comentario-chascarrillo no está demasiado alejado de la realidad. A medida que la ciudad se expande, ha absorbido las jurisdicciones de otras entidades (el Estado de México, para empezar), lo cual ha creado enormes problemas de planeación y operador de la ciudad. Es algo surrealista que cosas tan elementales como el transporte de la ciudad hayan sido planeadas como si la ciudad terminara en el Toreo de Cuatro Caminos o si el Estado de México concluyera en los Indios Verdes.
Para colmo de males, la ciudad ha evolucionado de tal forma que en ambas entidades hay servicios escenciales: buena parte del agua del DF se extrae en el Estado de México (y quizá en un futuro se traiga desde Guerrero) y los trabajos que emplean a millones de mexiquenses se encuentran en el DF, creando cuellos de botella cercanos a lo que ha de suceder a la entrada del infierno. Una convivencia cercana a la de un matrimonio muy mal avenido.
Una parte de la solución podría provenir de homologar leyes y objetivos de planeación de la ciudad y su zona conurbada. Es inconcebible que sigan pasando cosas como que el Distrito Federal sigue expulsando personas de su zona central para albergarlas en ciudades dormitorio que ya rozan las faldas de los volcanes del oriente de la ciudad (es verdad, sólo chequen el paisaje en la caseta de la autopista México-Puebla) o que en estos momentos el Distrito Federal saque agua de la cuenca del Río Lerma sin compensar a los habitantes de la zona que perdieron su forma de vida por la extracción de agua (¿a poco nadie lo sabe?).
La creación de una nueva entidad política que abarque la metrópoli entera es un tema tabú: ni a las autoridades defeñas ni a las mexiquenses les parece atractiva la idea. No los culpo; no es una solución donde los gobernantes ganen algo. El gobierno del Estado de México perdería la porción que mayores ingresos fiscales le aporta y el Distrito Federal seguramente perdería buena parte de los privilegios que le da ser el asiento de los poderes de la nación. Sin embargo, esta decisión ayudaría en mucho a resolver los problemas de los ciudadanos de la ciudad (sin importar su entidad de residencia). La cosa no mejora con la situación política que se vive, por lo que quizá sería bueno contemplar esta solución para la siguiente generación; a lo mejor a nuestros hijos les tocan políticos más conscientes que los nuestros.
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